Quizás sean las circunstancias las que me llevan esta vez, a diferencia de las anteriores, a plasmar en letras mis reflexiones. Quizás por vez primera la bruma de mis pensamientos se vuelve sumamente densa y, no encontrando lugar en donde canalizarse, amenaza con volverse lágrimas. Curiosa forma que todo adopta en mi cuando excede los limites del entendimiento.
Las contradicciones, los exabruptos, las pasiones descontroladas suelen reclamar el espacio que en mi cuerpo ocupa, sin preocupación alguna, el agua del que estamos hechos. Con lo renegada que soy de las ciencias no tengo mas que aceptar que ese noventa y pico por ciento de agua que nos forma si existe. Agua somos. Y también somos más que ese agua cuando las paradojas del universo nos tocan la espalda (o nos vuelan las mejillas de un cachetazo, o se vuelven piedras con las que no podemos dejar de tropezar). Ahí, cuando los interrogantes retóricos del ser se vuelven mas tangibles que nunca, es cuando se apoderan de mi existencia física: erizan la piel, descomponen el estomago, golpean en las paredes de la conciencia y por supuesto desplazan al agua. Y ahí va a parar, desbordándose de los ojos en finas lágrimas saladas. Emergen de a poco, privadas de la libertad que solemos quitarle a las cosas que no podemos controlar. Su pequeñez no es más que la manifestación del miedo que supone darle a estas pasiones el tamaño que se merecen. Y por eso elijo las letras esta vez, por que son algo que el común de los seres que se me asemejan podemos controlar. Es en realidad el lenguaje una de las pocas instituciones a las que todavía no sometemos sin cuestionamientos y que nos controla a todos por igual. Y en busca de control me encuentro escribiendo palabras que poco pueden dar magnitud de la vorágine que en estos instantes se apodera de mi ser por completo. Intentando mantener en mi la soberbia que me caracteriza y creyendo que aun en estos momentos puedo elegir la mejor opción, es que elijo las letras y nos las lagrimas. Mis disculpas a la mayor parte de mi que con sensatez me grita mi equivocación.
Lo que hoy me mantiene en desvelo, bajo el imperio de la necesidad, es mi primer encuentro cercano con el abandono. Es haber abierto mis cegados ojos a un fantasma que desde hace años me asecha las espaladas. Siempre presente estuvo el dichoso, tanto como mi empeño en desmerecerlo. ¿Quien no puede, si se detiene un segundo a reflexionar, aceptar la inmensidad de circunstancias en las que se enfrento a esta fuerza que hoy considero inherente al ser humano? Abandonamos espacios (con premeditación del inconsciente, por que inconsciente somos), sin llevar la cuenta, a cada paso que damos. Somos seres que transitan por comodidad y nos detenemos, solo a veces, por comodidad también en algunos espacios: los reconocemos, acomodamos, construimos, atamos amaras con nudos irreversibles, anclamos el reloj en la hora infinita de la realización. Fotografiamos sonrisas, componemos música para el alma, memorizamos miradas, edificamos ideales. Y luego, cuando las manecillas del reloj vuelven a girar descontroladas, destrozamos a patadas los fuertes edificados que resultan, al fin, sumamente débiles a nuestro antojo. Desatamos nudos de hilo dental, destruimos, olvidamos miradas efímeras, cerramos los oídos a los débiles susurros del alma, teñimos de sepia las sonrisas boceteadas en papel crepé. y con la naturalidad que el hombre le imprime a sus peores decisiones cerramos la puerta y volvemos a transitar.
Resulta que el abandono es una fuerza que crece cuanto mas tratamos de naturalizarla. Se presenta entonces un día cualquiera en su mas corpórea expresión. Con nombre y apellido. Quizás solo con nombre. Y los esfuerzos que haga tu existencia por desmerecerlos se vuelven finitos, débiles e inútiles. Su inmensidad ya te envuelve, y todo eso que construiste esta vez se vuelve de acero en tu mente. Pesa, agobia y ya no se puede borrar, las imágenes, los sonidos, las sonrisas, las miradas asumen su cualidad de indestructibles y ejercen un peso tal que te desploma.
Ante esa divinidad del abandono me inclino a mi pesar en estos instantes (minutos, horas, años), no por voluntad, sino por la imposibilidad de negarlo una vez mas. Me impregno de el entonces e intento por vez primera descifrarlo, ubicarlo en el lugar que merece dentro del universo y nunca más desvalorizarlo. Solo así podré seguir transitando con el y no a su pesar.
Abandonar se me figura entonces como el mas heroico acto que pueda llevar a cabo, con sacrificio, el hombre. Debemos asumir nuestra condición de transeúntes en el mundo. No podemos estacionarnos a mirar el mismo paisaje por un tiempo considerable (en tiempo real) sin que se nos vuelva insípido. Sin que la amenaza del sepia sea inminente. Y peleamos contra esa condición a cada segundo cuando volvemos a edificar los fuertes que nos protegen de lo incierto, ese incierto que siempre logra llamarnos a gritos y hacernos abandonar nuestra seguridad. Construimos trincheras de ladrillos, de rostros familiares, de palabras con calidad de promesas eternas. Y peleamos por hacer infinitas esas trincheras, omnipotentes. Y cuando se vuelven lo suficientemente semejantes a los sueños de uno, sueños que recortamos q cada paso para no darnos por vencidos, las abandonamos. Ese abandono no solo es necesario, sino que es el mayor entendimiento que puede poseer un ser de si mismo. Pasa que nuestra necedad hace de ese abandono algo excepcionalmente traumático. No podemos asumir que el sudor, el desgaste, las horas en tiempo real y todo lo demás que gastamos en construir puedan valer tan poco comparado con nuestra necesidad de perseguir lo desconocido. Vanagloriamos nuestras pobres construcciones, alabamos nuestras efímeras defensas. Las fuerzas que nos recorren y nos desbordan son las que debieran merecer esos honores. Pero no se los damos, entonces cuando abandonamos un espacio las circunstancias nos exceden en cuerpo y alma y lloramos, pataleamos, excavamos en los recuerdos, en las fotografías, en la música y en los rostros y no queremos cerrar las puertas que ya cerramos. Respiramos profundo para dar las explicaciones que no deberíamos dar. Temblamos ante el rechazo de los otros transeúntes que no se reconocen como tales pero si como jueces de nuestros actos. Y lo hacen por que edificamos ese poder en ellos, no podemos mas que culparnos a nosotros mismos por edificar promesas mentirosas de “parasiempres” inexistentes. y esa culpa propia es la que nos ahoga y solo para seguir respirando la manifestamos en lágrimas controladas. Y volvemos a elegir el control de un descontrol que se firmo con tinta indeleble el día que respiramos por primera vez.