El problema: acción implica UNA decisión. Y las
opciones son infinitas.
¿Existen, realmente, las coincidencias? ¿Pueden dos personas llegar a comunicarse por completo? ¿Es cierto que nada le pertenece al individuo excepto un par de centímetros cúbicos dentro de su cráneo?
¿Existen, realmente, las coincidencias? ¿Pueden dos personas llegar a comunicarse por completo? ¿Es cierto que nada le pertenece al individuo excepto un par de centímetros cúbicos dentro de su cráneo?
¿Cuál es el
estandarte, cual es el sentido primario, cual la regla sin excepción posible
que justifique la elección?
¿Accionar
significa avanzar?
No. Accionar
significa decidir.
Es la
diferencia entre las veinticuatro versiones de mí que en este momento de la
tarde están paseándose por el parque, sumidas en el sueño, leyendo sobre
antropología, pintando un frasquito de vidrio o conversando casualmente con
alguien de su interés; y la que está acá, escribiendo.
Es el momento
en que todos los caminos conducen a Roma. Son esos instantes de transición que
le dan sentidos a la escena anterior con la que está sucediendo. Es sentarse a
tomar un café sincero con alguna de nuestras aristas. ¿Es ser consecuente? ¿Podemos en algún punto
traicionarnos en el accionar? ¿Podemos con nuestras acciones traicionar lo que
sentimos? ¿O traicionamos nuestras decisiones con sentimientos? Acción es
Decisión: no importa lo que hay en el camino. Importa la elección.
Y afuera las estrellas le ganaron la batalla al sol, dejando como víctimas las horas muertas. La brisa agita los restos de excesos que aun duermen en los rincones, excesos viejos y repetidos, excesos cansados de ser la última carta. El juego de Ajedrez espera congelado sobre la mesa, setenta y cuatro movimientos, planificados uno tras otro. Pero la reina está fuera de juego y el rey huyo del desconcierto. Ahora un manojo de peones inseguros defiende una torre que amenaza con derrumbarse. Se quemaron todos los libretos. Y las piezas restantes aburridas del cuarto intermedio esperan ser opciones, esperan como actores de reparto en busca de su movimiento protagónico. Pero nadie decide ya, ninguno de los dos (jugadores, claro está) se atrevió a patear el tablero y ahora el único destino es esperar que toda la historia se vuelva piedra, se vuelva recuerdo y se desvanezca.
Y afuera las estrellas le ganaron la batalla al sol, dejando como víctimas las horas muertas. La brisa agita los restos de excesos que aun duermen en los rincones, excesos viejos y repetidos, excesos cansados de ser la última carta. El juego de Ajedrez espera congelado sobre la mesa, setenta y cuatro movimientos, planificados uno tras otro. Pero la reina está fuera de juego y el rey huyo del desconcierto. Ahora un manojo de peones inseguros defiende una torre que amenaza con derrumbarse. Se quemaron todos los libretos. Y las piezas restantes aburridas del cuarto intermedio esperan ser opciones, esperan como actores de reparto en busca de su movimiento protagónico. Pero nadie decide ya, ninguno de los dos (jugadores, claro está) se atrevió a patear el tablero y ahora el único destino es esperar que toda la historia se vuelva piedra, se vuelva recuerdo y se desvanezca.
Las horas se suceden o seducen una a las otras
confundiéndose, fundiéndose y desapareciendo. Y nosotros junto con las horas
también nos sucedemos o seducimos, nos confundimos, nos fundimos y
desaparecemos.
Las dudas nos fusilan. Las decisiones nos hacen
nacer, quizá desconociéndonos. Pero vivos.
Y solo entonces quizás la reina vuelva al juego
ya sin su corona y el rey baje la guardia, se sienten a compartir un café
sincero mostrándose alguna de sus otras aristas y comiencen una nueva partida
con menos premeditación.
O quizás también el orgullo de la reina la
vuelva piedra a la espera romántica de
no haber esperado al movimiento setenta y cinco, rengando de sus ansias,
habiendo sucumbido a la seducción del alfil y habiendo quedado fuera del juego
donde la única regla sin excepción era salvar al rey del desconcierto.
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