domingo, 24 de marzo de 2013

EROQUE


El problema: acción implica UNA decisión. Y las opciones son infinitas.
¿Existen, realmente, las coincidencias? ¿Pueden dos personas llegar a comunicarse por completo? ¿Es cierto que nada le pertenece al individuo excepto un par de centímetros cúbicos dentro de su cráneo?
¿Cuál es el estandarte, cual es el sentido primario, cual la regla sin excepción posible que justifique la elección?
¿Accionar significa avanzar?
No. Accionar significa decidir.
Es la diferencia entre las veinticuatro versiones de mí que en este momento de la tarde están paseándose por el parque, sumidas en el sueño, leyendo sobre antropología, pintando un frasquito de vidrio o conversando casualmente con alguien de su interés; y la que está acá, escribiendo.
Es el momento en que todos los caminos conducen a Roma. Son esos instantes de transición que le dan sentidos a la escena anterior con la que está sucediendo. Es sentarse a tomar un café sincero con alguna de nuestras aristas.  ¿Es ser consecuente? ¿Podemos en algún punto traicionarnos en el accionar? ¿Podemos con nuestras acciones traicionar lo que sentimos? ¿O traicionamos nuestras decisiones con sentimientos? Acción es Decisión: no importa lo que hay en el camino. Importa la elección.
Y afuera las estrellas le ganaron la batalla al sol, dejando como víctimas las
horas muertas. La brisa agita los restos de excesos que aun duermen en los rincones, excesos viejos y repetidos, excesos cansados de ser la última carta. El juego de Ajedrez espera congelado sobre la mesa, setenta y cuatro movimientos, planificados uno tras otro. Pero la reina está fuera de juego y el rey huyo del desconcierto. Ahora un manojo de peones inseguros defiende una torre que amenaza con derrumbarse. Se quemaron todos los libretos. Y las piezas restantes aburridas del cuarto intermedio esperan ser opciones, esperan como actores de reparto en busca de su movimiento protagónico. Pero nadie decide ya, ninguno de los dos (jugadores, claro está) se atrevió a patear el tablero y ahora el único destino es esperar que toda la historia se vuelva piedra, se vuelva recuerdo y se desvanezca.
Las horas se suceden o seducen una a las otras confundiéndose, fundiéndose y desapareciendo. Y nosotros junto con las horas también nos sucedemos o seducimos, nos confundimos, nos fundimos y desaparecemos.
Las dudas nos fusilan. Las decisiones nos hacen nacer, quizá desconociéndonos. Pero vivos.
Y solo entonces quizás la reina vuelva al juego ya sin su corona y el rey baje la guardia, se sienten a compartir un café sincero mostrándose alguna de sus otras aristas y comiencen una nueva partida con menos premeditación.
O quizás también el orgullo de la reina la vuelva piedra a la espera  romántica de no haber esperado al movimiento setenta y cinco, rengando de sus ansias, habiendo sucumbido a la seducción del alfil y habiendo quedado fuera del juego donde la única regla sin excepción era salvar al rey del desconcierto.



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